
Había algo extraño en la forma en que el polideportivo había cambiado en los últimos meses. A nadie parecía importarle, pero Mikel lo sentía en cada rincón. Desde que introdujeron el sistema de reservas con inteligencia artificial, ya no tenía que esperar en la cola para su clase de yoga o para usar la pista de tenis. En teoría, todo funcionaba como debía: rápido, eficiente, limpio. Sin embargo, Mikel no podía quitarse de encima la sensación de que algo se había perdido en ese cambio.
—Es el futuro, Mikel —le dijo una vez Clara, su compañera de trabajo en el ayuntamiento—. Ya no necesitamos que Maite, la recepcionista, esté todo el día atendiendo llamadas. El sistema lo hace todo. Mucho mejor, ¿no?
Él no estaba tan seguro. Por supuesto, la idea sonaba bien. Pero cada vez que se enfrentaba a esa pantalla fría en la entrada del polideportivo, donde antes había estado Maite sonriéndole, algo dentro de él se encogía. Un algoritmo le indicaba exactamente a qué hora debía presentarse y qué pista usar. Otro algoritmo, ¿o era el mismo?, le recomendaba cuántos minutos de calentamiento serían ideales para su rutina. Todo sin que él tuviera que pensar. Y sin hablar con nadie.
Un día, justo antes de su clase de yoga, decidió intentar algo diferente. Se presentó con media hora de antelación. En la entrada, el lector parpadeó con una luz roja y la pantalla mostró un mensaje: «Reserva no disponible. Por favor, respete su horario». Se quedó mirando la máquina, como si esperara que cambiara de idea, pero el mensaje seguía allí, inamovible, tan obstinado como el sistema que lo había programado.
—Increíble —murmuró, caminando hacia una esquina del polideportivo. Recordaba cuando llegaba temprano, intercambiaba un par de palabras con Maite y luego decidía si hacer unos minutos extra en la cinta o simplemente esperar sentado. Ahora, era como si cada movimiento suyo estuviera predeterminado.
Mikel se sentó en uno de los bancos de la sala de espera, observando a los otros usuarios. Todos parecían satisfechos. Entraban, hacían lo suyo y salían, como si el polideportivo fuera una línea de ensamblaje perfecta. El sistema funcionaba tan bien que era imposible no sentir un leve desprecio por la eficiencia. ¿Qué quedaba del pequeño caos que hacía al deporte algo humano, lleno de imperfecciones, encuentros fortuitos y errores?
Clara le había insistido: la automatización lo era todo. —Optimiza los recursos, Mikel. Las pistas de tenis están ocupadas cuando deben estarlo, las duchas no se colapsan y no tenemos que pagar horas extras a personal innecesario. ¡Todos ganan!
Pero Mikel no lo veía así. Para él, el polideportivo se había convertido en una especie de cárcel ordenada, donde cada segundo de su tiempo estaba vigilado por un algoritmo sin rostro. ¿Y qué pasaba con la gente que no encajaba en el plan perfecto del sistema? Se acordaba de Jon, el vecino de la esquina, que solo podía usar el gimnasio a las dos de la tarde los miércoles. Ahora, el sistema decidía que esas horas eran poco eficientes y mantenía la sala cerrada hasta la tarde. Jon se había quedado sin lugar donde entrenar.
En un intento por darle sentido a todo, Mikel decidió quedarse hasta el final del día. Quería ver cómo el polideportivo, su querido polideportivo de barrio, funcionaba cuando nadie más lo hacía. A las ocho y media de la noche, la máquina de reservas anunció que se apagaría en diez minutos. Así lo había establecido el algoritmo, dada la escasa rentabilidad de mantener el polideportivo abierto una hora más. Las luces, tan disciplinadas como el resto del sistema, comenzaron a atenuarse. Para cuando el reloj marcaba las nueve, el lugar era un cementerio. La vida que alguna vez había caracterizado al lugar se había disipado.
Se levantó del banco con un suspiro, decidido a hacer algo. Al día siguiente fue al ayuntamiento, buscando a Clara. La encontró, como siempre, frente a su ordenador, optimizando las hojas de cálculo que organizaban cada movimiento en la ciudad.
—Clara, tenemos que hablar de lo que está pasando en el polideportivo.
Ella lo miró por encima de sus gafas, con una ceja levantada.
—¿Algo va mal? —preguntó, casi sorprendida de que eso fuera posible—. Los datos dicen que todo va genial.
—Los datos, sí. Pero no los ves a ellos, ¿verdad? No ves a la gente. El polideportivo ha perdido su alma.
Clara rió suavemente, incrédula.
—Mikel, suena a que estás siendo un poco dramático. La eficiencia es lo que importa. No podemos gestionar todo con personas, es imposible.
Él respiró hondo, sintiendo la frustración hervir en su interior. Claro, el sistema funcionaba a la perfección, pero lo que Clara no entendía (o se negaba a entender) era que la perfección no era lo que hacía de un lugar algo especial. Era el caos, los errores, los momentos no planificados. Eso es lo que hacía que la gente volviera. No los datos, no la eficiencia.
—No todo se trata de ser eficiente, Clara. Mira a Maite. Ella hablaba con los usuarios, conocía a la gente. Sabía cuándo alguien estaba pasando por un mal momento y le daba un pase para la piscina. Eso no lo hace el sistema.
Clara cerró su portátil y se cruzó de brazos.
—No puedes tenerlo todo, Mikel. Necesitamos que funcione.
—¿Y si pudiera funcionar bien, sin que todo fuera una ecuación matemática? —Mikel se inclinó hacia adelante—. Mira, entiendo que necesitamos optimizar, pero no podemos olvidar que estamos tratando con personas, no con números. ¿Por qué no buscar una manera de que ambos mundos coexistan? Dejar que la IA haga lo suyo, sí, pero asegurarnos de que la interacción humana siga ahí. Que la gente sienta que importa, que alguien está prestando atención.
Clara lo miró, en silencio.
Y ahí estaba. El núcleo de la cuestión. Sí, la IA podía hacer mucho, pero no todo. Las máquinas podían optimizar, mejorar la eficiencia, incluso personalizar servicios en base a los datos que recogían. Pero el deporte, al igual que tantas otras cosas en la vida, no era solo una cuestión de eficiencia. Era una cuestión de comunidad, de personas. Y para que ese polideportivo, y tantos otros, volvieran a ser lo que fueron, había que poner a la gente en el centro del proceso.
Porque, al final, ningún algoritmo, por brillante que sea, puede reemplazar la calidez de un saludo, la sonrisa de Maite o el simple hecho de saber que alguien, en algún lugar, está pensando en cómo hacer tu vida un poquito mejor.
