Cuando la mesa no es solo para jugar

Entre 2011 y 2016, el fotógrafo japonés Hayahisa Tomiyasu observó, desde la ventana de su apartamento en Leipzig, una mesa de ping pong en un parque. Durante cinco años, la registró en cientos de fotografías. Lo interesante no fue tanto la mesa, sino lo que ocurría a su alrededor. O mejor dicho, lo que ocurría con ella.

Las imágenes que componen esta secuencia fotográfica no son simplemente bonitas o curiosas. Son una revelación. Allí donde las autoridades colocaron un equipamiento deportivo con una intención clara —jugar al ping pong, fomentar el ejercicio físico, promover hábitos saludables—, lo que la realidad terminó proponiendo fue otra cosa: la apropiación del objeto por parte de la comunidad, en sus múltiples formas

La mesa fue banco, cama, refugio, escenario de juegos infantiles, mesa de picnic, tenderete, altar improvisado. Lo que Tomiyasu mostró no fue desuso, fue reinvención. Este proyecto sin pretensiones y a la vez profundamente revelador, plantea una pregunta que rara vez se hace cuando se diseñan espacios deportivos al aire libre: ¿y si no se trata sólo de hacer deporte?

Una mesa de ping pong puede ser un lugar para hacer deporte, sí. Pero también puede ser un punto de encuentro. Un soporte. Una excusa para quedarse. Y eso también importa.

A menudo se piensa que los equipamientos deportivos deben estar al servicio del ejercicio físico. Pero no se trata solo de mover el cuerpo. También se trata de estar, de compartir, de apropiarse de un espacio. Si una estructura permite diferentes usos, si resiste el paso del tiempo y se integra al entorno, entonces cumple una función social. Y eso es tan importante como cualquier otro objetivo.

Las fotografías de Tomiyasu me han hecho recordar la investigación de Juan Aldaz Arregui, Laura Vozmediano y César San Juan. En esta investigación sobre los espacios deportivos de libre acceso en Donostia-San Sebastián, detectan una paradoja similar: estos lugares están pensados para fomentar la práctica deportiva… pero muchas veces no se usan para eso. De hecho, casi la mitad de las personas encuestadas dicen que no los usan para hacer deporte, sino para quedar con amigos. Es decir, los espacios deportivos son, en la práctica, espacios sociales.

Este enfoque lo defendimos con firmeza al planificar la red de instalaciones deportivas en un municipio de Portugal, donde el uso real de varios campos de fútbol no justificaba, ni de lejos, su mantenimiento. Pero reducirlo todo a cifras sería no entender nada. Porque el partido del fin de semana no era solo deporte: era el evento, el momento esperado, el espacio donde personas que viven dispersas por un entorno rural pueden encontrarse, reconocerse, ponerse al día. Y junto al campo, el club social abre sus puertas para comidas populares, bailes, celebraciones. Es ahí, en ese tejido invisible de relaciones, donde de verdad se juega lo importante.

La pregunta clave, entonces, no es si el deporte ocurre o no en esos lugares, sino qué tipo de relaciones y usos permiten esos espacios.

Volviendo a la mesa de Tomiyasu. Lo que parecía una anécdota se convierte en un argumento. Porque si algo nos enseñan sus fotos es que necesitamos una nueva mirada menos obsesionada con la función técnica y más atenta a la función social. Que diseñar para el deporte no es diseñar solo para el rendimiento físico, sino también para el encuentro, el juego libre, la presencia.

Y eso, en estos tiempos de planificación hiperfuncional, no es poca cosa. Así que, la próxima vez que alguien hable de construir una pista o instalar un aparato de ejercicio al aire libre, quizá convenga preguntarle: ¿y si alguien solo quiere sentarse allí a mirar la vida pasar?

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